Sos mi espejo triste
cómplice en lo triste
cómplice en el vacío sin fondo.
Cuando fui a verte llevaba el otoño en el pecho, dijiste, Reguemos las
plantas. Y salimos al patio. Hablaban tus flores, besaba tu lirio, vos
ibas y venías, te replegabas con el viento detrás del arbusto. Vino la
noche, vino tu padre, tu madre, vino tu hermano. Nos encondimos entre
los tallos, nos enterramos. Quién está, decían. No queríamos salir.
Conversábamos abajo de la manta, era estar en otro mundo. Noches si,
noches no, nos visitaban el murciélago y el picaflor. Eran las cinco,
las tres de la tarde, venías a casa. Si no escuchaba el timbre igual
entrabas por la ventana. Mi casa era inmensa y estaba llena de
cuadros, llena de polvo. Había una sala de estar, telas de araña en
los sillones, estaba el baño de abajo y el de arriba, estaba la
escalera. Yo vivía y no vivía en mi casa. Estaba siempre solo y no
estaba. Vivía el tiempo, se hacía dueño de las cosas, las acariciaba,
las toqueteaba. Yo lo dejaba. Mi casa la decoramos juntas, traías
bichos que encontrabas por ahí muertos. Encendíamos velas, traíamos
florcitas silvestres, amarillas, violetas, haciamos un funeral al que
asistía toda la colección de bichos. La araña grande, la chica y la
negra, el escarabajo, la cucaracha de tres patas, la hormiga voladora,
el cienpiés. Un día trajimos un sapo y se multiplicaron, teníamos en
el armario cuatrocientos sapitos. Tus madres te decían, Que pasa en tu
dormitorio, quién golpea a esta hora de la noche. Los tuvimos que
soltar, los llevamos al parque una noche. Yo los lleve, me hice cargo.
Me hago cargo, dije, y los metimos en una caja de zapatos. Metí la
caja en el canasto de la bici. De camino pasé por el ombú viejo, no el
grande y que todas conocen. El viejo y feo que está en la rotonda
chica. Estaba la señora que le da de comer a las palomas cada mañana.
Siempre la veo cuando paso de día, nunca en la noche. Estaba sola, sin
su grupo de palomas, sin su vestido de palomas, estaba desnuda con la
bolsa de migas de pan vacía. Le regalé los cuatrocientos sapitos y el
sapo grande. Se alegró mucho, casi llora, me dió las dos manos. Al
otro día no la vi. No la ví nunca mas. Dormías a mi lado, yo no podía
dormir. El viento golpeaba la ventana y se oía un leve traqueteo. Al
principio intentaba ignorarlo, hasta que me daba cuenta que no era
arbitrario, formaba una melodía. Quién canta en el murmullo de la
noche, te pregunté. Es la tejedora, dijiste,
Atrapada entre las paredes hay una tejedora, día y noche está
tejiendo. Nací en este lugar, jamás me he ido, pero la casa ha ido
cambiando, de sonidos, de color, de forma. Cuando tenía ocho años
descubrí un agujerito y metí el dedo. Escuché, Ay, me lastimás. Era
la tejedora. Perdón Señora, dije. A mis madres no les gustaba que
hablara sola y taparon el agujero. Igualmente nos hicimos amigas.
Desde entonces en la noche me teje sueños y canciones. Y cuando no
estoy en la casa, envía luciérnagas o mariposas a visitarme. A estas
las distingo de las demás porque en las alas tienen una pequeña
marca de muerte, bordada en hilo rojo, a veces negro. Se ocupó en
espantar mis demonios, se ocupó en hacer más ruido que mi propio
miedo.
Ella ya no está. Ayer visité su casa abandonada, me quedé varios días. El primer día dormí en el suelo. El segundo dormí de pie contra el marco de la puerta. El sexto me arrodillé frente al sofá y apoyé la frente sobre una almohada, fueron veinte. Día y noche escuchaba a la tejedora. Qué embrujo la habrá capturado. Permanecí atento a su música hasta aprender su idioma. Le dije gracias por cuidarte. Ayer demolieron tu casa. Cuando te fuiste hacía frio y yo buscaba mariposas cada día y las enviaba a verte. Me decían que golpeaban tu ventana en el hospital, que las paredes eran blancas y olía a encierro, que estabas triste y te asaltaba un miedo extremo. Fui a verte. Estabas casi muerta, con la boca abierta, la lengua seca y la mirada fija. Te sostuve la mano. Dejé flores en tus manos para que en tus sueños acaricies. Vi tus ojos sin pupilas, te vi gritándome desde el fondo de tu abismo, y entré
Escucho la arena del desierto.
Con los espejos rotos y las
máscaras apartadas. En mi soledad amante, en agonía y deseando,
invocar en poema un cuerpo que desgarre.
Tan fuerte es hoy el
silencio, tan marchitas las palabras, tan viva la memoria y la
tempestad.
A veces no puedo detenerme. Como si fuera a darme de lleno contra una pared que está siempre alejándose a distancias diferidas de la mia y que veo cercana táctil táctil, pronto un final que no termina. Paradoja de Zenón, pronto un vórtice del que no puedo evitar ser absorbido, devorado y de vuelta escupido. Pronto mis pensamientos siguen ese rumbo y otra cosa que no será ellos todo lo observa. Pero hoy ya no sé si mis miedos son reales. Probablemente no lo sean. ¿Por qué temer lo que más atesoro? ¿Por qué esta demente fascinación por las incógnitas? ¿Por qué amo, y tanto, el enigma? Es brutalmente sensual no poder describir cómo te veo cuando te muevo en mis pensamientos, y yo te muevo a un lado y al otro y pinto todo con los pliegues de tu abrigo. Pero no puedo mirarte, no. Y no puedo decir nada. Max, te conocí cuando llegué, y quedé eclipsado bajo tu Sol maldito. Igual me confundo y ya no sé si estoy hablando contigo, quiero decir de vos, o si sos otro. Otro que conocí acá también, y que dió amor para que yo amara, y donde yo me dí esperanza. No conocía entonces aquella trampa perversa. Te conocí, creo, te conocí en un sueño, antes de venir acá. Estábamos en un monte y corríamos riendo locos de miedo, en un estado de euforia excesiva, no sé de qué corríamos. En un momento comencé a desgarrar el pasto con las manos para darme más impulso, hundía las uñas en la tierra con brutal fascinación. Pasado cierto instante el miedo había cesado de existir. Eramos como la transformación de un grito. Y entonces se acabó la noche. Nos consumió una oscuridad sin nombre. Lo último que recordé antes de ese apocalipsis fue tu rostro. Tu rostro como un presagio, como el símbolo de un reloj de arena que volvería a iniciar la carrera y con ella, nuestro grito precoz desgarrando al viento. Tu rostro, como un pozo que me devolvía la vida en ecos, siempre tan inacabado e inhumano. Creo que te conocí así. O fue en la infancia. Eras el niño que no jugaba en los recreos, el que se escondía debajo del tobogán. Yo también era niño asi que no te prestaba atención, pero un día, mientras jugaba con un autito de carreras, aparecí delante de vos siguiéndole el rumbo. Porque mi vida se confunde con la de mis muertos, tengo en la memoria los recuerdos de otros como un implante. Es siempre una suerte, un azar, un lanzar los dados o girar la ruleta. Te encontré acá, este año, no, el año que vine, y dije sin decir, Sos mi amigo desde siempre, y algo en tu mirada hacía eco de todo aquello que nos envolvía, por lo que creí que se trataba de una certeza y algo de mi permaneció cautivo en ella. Me aferré a tu símbolo difuso. Ocurrió un embrujo: en el momento en que cruzamos la mirada hicimos una transfusión sanguínea.
Mi conexión con lo real se extiende hacia la memoria, se limita hacia la memoria. Ayer vi unos ojos, hoy los vi. Hacían eco, eco, eco. Me devolvían el cielo, sus nubes, el verdor, el aroma del otoño, el aroma a ojos que me miran y que yo veo. Si tuviese que pensar en mi soledad, diría que me envuelve como una nebulosa torpe, que estoy sumergido en aguas densas, que me agitan brisas de recuerdos fugaces, y que tengo un pie afuera y otro adentro de lo eterno. A veces pienso en mi mismo como en un caminante del desierto, y entonces mis piernas en estas horas del olvido se transforman. Puedo correr sin dirección, ser libre ser ligero. Besar como a los diesciséis años, y besar nuevamente, como a los diescinueve. En la piel ver nacer, como en el campo, hermosas, tiernas, tristes, dulces flores.
La otra noche en mi sueño estaba tu recuerdo. Yo sólo sé volver donde ya no puedo. Ahh, ¿será hermoso? Mi consciencia es un campo. Abro los ojos digo Creés que Dios sea hermoso. Es tan vasto, me acariciás balanceando tierna una sombra
Yo sin voz
Vos lamiendo una espina
Yo con el canto elevado en un vacío siniestro
Recuerdo mi nacimiento. Abro los ojos y estoy en el bosque. El sol se cuela entre los pinos, refleja en mi pómulo izquierdo. Tropiezo con la raíces. Ando incómodo. Sigo a un grupo. No sé por qué pero sigo a un grupo que avanza en el bosque. Una voz se cuela, viene de otro lado, viene del mar, viene de las olas. Olvido mi vida y mi nombre. Sé que detrás hay una o dos o tres personas que me siguen, no lo confirmo. No soy el último. La fila que está por delante no se hasta dónde se extiende. Llega al final del bosque. El bosque no termina. El graznido de las aves deshacen mis preguntas, mi hambre, mi pensamiento. Abro los ojos y estoy desnudo. Sigo a un grupo, avanzamos por un camino salvaje, entre arbustos y ramas que me cortan. Algunas telas de araña se me adhieren. Ya no sé lo que es el dolor. Me enterré una espina. Ahora está mas profunda. Tengo la planta del pie violeta, está casi azul y supura. Hay flores y huele a desesperanza, hay hojas como chauchas, son eucaliptos, hojas pálidas, canciones de ensueño. Está vacía mi mirada. Se vació el día. Se vació el dolor. Es de noche. Avanzo en la penumbra. Siempre fue la noche. Negro denso cielo negro. Advierto un lobo que quiere comerme. Nos miramos y lo amo, él también se enamora. Arremetemos el uno contra el otro, yo perforo su pecho con mis garras cuando nos abrazamos y lo beso mientras le estrujo el corazón. Lloro. Dejé su carne intacta para venerar la noche en que nos amamos. Devoré su pelo, su pellejo. Fabriqué un vestido con la sangre de nuestro órgano. El bosque no termina. Viene el día, amanece. Estoy solo en el bosque. Una serpiente se enrosca en mi pierna derecha, es de color verdoso. Un alacrán me perfora el dedo índice.
Desperté en el domingo donde tu abrazo me envolvía. Y ya no estabas.
Soy el delirio de mi silencio muerto
las fugas de mi pensamiento
una espada en el pecho
y una boca que eterna
escupe besa y sangra
Llegó el momento de las preguntas por el sentido, de los no se qué hago con mi vida o la vida, y qué es la vida, de los grititos sin fuerza, esa respiración densa, esa sensación de claustofobia constante. De un vacío sin luz que viene, que viene, un apagón sin risitas en la oscuridad ni juegos de mesa a la luz de las velas, un encierro cósmico del alma. Llega el a quién le hablo y a dónde voy y qué es lo que veo, y me asfixio, sin tristeza y sin nombre me asfixio.
Llegó el momento de ahogar las pretensiones, de buscar el rostro en el reflejo del cubo donde me lavo una y otra vez, cada día, sin verme. Y de pronto preguntarse si esta persecusión de mi alma depredadora en busca de una presa mas honesta, una mas llena de barro y de tierra, no sería también fabricación pretendida en la que perderme. Ahora si, completamente hastiado por el despropósito de mis acciones, llorar el desconsuelo, desvestir mi animalidad. Pero no hay lágrimas que lloren, no hay ecos que digan mi nombre, ningún pájaro viene a ninguna ventana ni me trae ninguna sílaba. Encantado le diría al don gorrión o al cardenal todo lo que diría con fuerza, como un Sí al que amarle o un No al que descreerle, pero la ropa de mi lengua no es ropa y está desnuda. Hay una tristeza que me confieso solo a veces, la llevo en el bolsillo del pantalón o en la cartera, está entre los billetes y los recuerditos, la historia jamás encontrará en mí complicidad con ella, el mundo que amo y odio, al que apuñalo y acaricio con tierna intensidad, jamás tenderá hacia mi algún puente.
Llegó el momento del desgano, no por desilusión, sino por caída torpe y enfermedad. Me estremezco en el suelo, rapto, me sacudo, doy patadas, desde ayer o anteayer o incluso mas, mas días, no recuerdo por qué estoy en la penumbra, escucho el click del reloj del pasillo, el sonido de la calefacción al lado. El techo está negro e hinchado, crece y crece cada día y es siempre mas rancio, mas oscuro o púrpura o verde, las gotas caen y las bebo, mojo mis labios secos. A veces doy un alarido. El vecino de abajo golpea con el bastón mi suelo. Este viejo tiene una hostilidad audaz y hasta rítmica, canta mil insultos a voz ronca y deformada para el hijo de puta el imbecil que no deja de hacer ruido que a ver si se calla y que me cago en sus muertos. Puse setenta y cuatro cerrojos a la puerta, cada dia se abre uno sin que yo haga nada, de esta manera puedo llevar la cuenta de mis respiraciones o días, mesurar mi arrastre. Giro el cuello para observarlos, quedan ocho o nueve, me parece, quedan seis, ay, tengo los labios partidos, me sale una baba blanca, espumosa y espesa que se me pega al cachete, también sale por la nariz aunque más amarillenta o verde, no veo el color pero así la imagino, creo que también por los ojos sale. No escucho ya al viejo, hay otro sonido, un ritmo nuevo, pum pum pupupúm..., pareciera absorberme hacia el centro de algo, ¿algo? algo monstruoso o siniestro sin dudas, ¿No será mi pulso?, se vuelve más agudo, ¿será dolor?, pero si fuera dolor, si fuera mi pulso, sería algo bien mio que ya no siento.
Preguntan
- ¿Hay alguien ahí?
Yo estoy sin estar, estoy sin estar. No sé qué respondo, ¿habrá
alguien?, me pregunto apretando el puño y duele, la sangre no llegaba
hasta mis manos hace días. Me arrastro hacia la puerta en la gracia de
mi baba rítmica. Voy a hablar y me detengo, las palabras vinieron a mí
solas y yo no quería. Hago un esfuerzo por recordar qué había antes
del recuerdo, qué cuerpo había antes de que llegara la sombra, y lo
veo esbelto y desnudo en el alba, con el sol dando en lo pleno del
pecho.
Musitaba, sacaba una piedra, la chupaba, me decía algo que era el tam
tam del tambor. Me ponía la piedra en el pecho, sacaba otra, la
chupaba otro rato, la ponía en la frente, en los pómulos. Me desperté
cubierto de ellas. Entre mis dedos estaba una pluma, larga y casi
azul. Era el chamán, dijo:
- No podemos salvarlos, no estamos
acá para ayudarlas.
Y aunque yo quería creerle, cada piedra
tenía sobre mí la historia con todo su peso. Sentí náuseas y busqué en
mis vísceras un grito que me reclamara más que culpable. Canté
mientras lloraba, recordé al ave de los mediodías.
Respiro otros aires, aire de verano donde se calientan las lonjas de los tambores. Un enjambre de voces alegres y de sueños perpetuos, ánimas tiernas que posan sobre la noche. En el cielo de la ciudad sin estrellas. “¡Ahí están las tres marías, allá!”, “¡está el cinturón de Orión!”. Decía cada noche de niño con entusiasmo, como si cada noche fueran nuevas mis compañeras, como si fuese nuevo mi descubrimiento, en la ciudad, las tres pobres estrellas y algún satélite perdido, “¡Allá, las tres marías!” Fácil es olvidar todas las canciones, lo dificil es hallar una voz justa para esculpir en el silencio.
Al Chamán yo le dije:
- No existe melodía que la voz cante y que sea una y universal.
Despreciaré siempre interpretar de la persona su nostalgia de persona,
sus espasmos, su esteticismo o su indignación moral. De la persona
dame el canto, que no será ya de ella, mas de la tierra que pisa, de
su historia y su trabajo, de sus cien años o de sus miles. Y sólo así,
con todo mi dolor me arrojaré en la trampa de las invocaciones y
cantaré a la Diosa que la cicatriz no cura, y juntas nos envenenaremos
dulcemente con los rios que los ángeles de la historia recorren. Él me
dijo:
- ¡Basta ya! No soy Chamán sino Cacique, y ordeno por tu vida que te
arrodilles para que pueda exterminarte y que no pidas piedad. Y me
incorporé velozmente, tan rápido que las piedras de mi culpa salieron
disparadas por la ventana, y el gallo gritó porque una le alcanzó.
El Cacique dijo:
- El gallo es insoportable. Te ordeno que lo mates y te dejaré con
vida.
¿Pero con qué manos podría yo asesinar al mañana? Jamás lloré tanto.
Los movimientos son sinuosos, a veces un pie en el abismo y el otro...
en un lugar que ya no reconozco, que no entiendo, y que sin embargo
aún repite nombres o frases a las que respondo con espasmos.
Automáticos gestos guardados bajo la alfombra, en una cajita en la
repisa, en la lata de galletas están los hilos y agujas para cocer.
Descrubrí el dolor, un modo de bailar enfermo. A veces me dabas una
flor, una rosa por ejemplo, y yo presentía, me daba cuenta, cómo
después de esa flor nada existiría.
- Te traje una flor - decías
- Es una rosa. – La traje, la flor, para vos…. La rosa. – decías, pero
era un lirio
- Gracias, es bellísima – dije, besándola primero, y me la comí. Quedó
sólo el tallo con espinas en tu puño extendido. Tu rostro como un
trazo difuso en aquel ocaso permaneció siempre difuso y yo no supe
nunca quién habías sido. ¿Lo sabías?
Al principio fue doloroso, también amargo, una espina se enterró en mis labios, otra en la encía. Ardía. Los petalos eran difíciles de masticar, se pegaban a las muelas. Mi saliva se hacía espesa. Nada crujía. Tuve que hacer mucho esfuerzo para tragarme la flor. Lo más difícil fue su aroma. No podía pensar ni entender ni pensar. Luego se terminó el mundo. Ya lo sabíamos. Las palabras ya no llegaban a nuestros oídos ni salían de nuestras bocas, algún balbuceo tímido o estúpido se asomaba a profanar el silencio que nos envolvía. Ya no habría ningún puente. No lo queríamos. Cuando terminé por dinamitar todo vos te fuiste. O quizá fue antes que te fuiste. O quizá, era que nunca habías venido. Lo cierto es que detrás mio estaba la oscuridad profunda y negra, y delante también, y a sesenta grados o a cuarenta y cinco, diera las vueltas que diera, mi propia carne era como la atmósfera y así durante siglos me devoré.
Nos llamaban ultrajadores de tumba, conjurábamos una polifonía demente. Todo empezó en la primera carta que recibiste, aunque es difícil, complicado pensar en un comienzo. Digamos mejor que es conjuro, profecía. Nos reunimos en el bar de siempre, no parabas de dibujar mapas, grafos, extasiada en tu matemática abyecta, La carta contiene intrucciones que solo yo leo, me decías con nerviosidad exaltada, yo miraba tu hoja en blanco y me deliraba. No escuchabas, hablabas de un cráneo, de unas larvas arrastrándose bajo tu piel, de tu dios, del cuidado, llorabas, te reías. Fuimos a ver al tejedor de la criba. Es un viejo que vive adentro de un árbol, pero no siempre vive, vive a veces, tenemos que encontrar la geometría perfecta, dijiste. Alineamos las coordenadas con semillas, hicimos un dibujo de puntos que eran velas en bolsas de papel. En el parque, en la noche, aguardamos la luna creciente. Apareció una leona, rugía, daba vueltas, formó un circulo donde eramos el centro. Tuvimos miedo, mucho miedo, nos abrazamos. Le sangra la boca dijiste, la leona lloraba, mis manos sostenían una rama gruesa que estaba llena de sangre, la había herido. Me sentí muy mal, me sentí fatal, empecé a gemir a la par del felino, conseguí alinear mi llanto con el de ella. Me sangraba la encía, daba vueltas a tu alrededor, te abrazabas a vos misma, yo desaparecí. El viejo puso la criba en tu cráneo y te rascó. Te rascó tan fuerte con las uñas que hizo una grieta, y cuando olvidaste todo dios y toda larva, naciste por ahí.
Cuando llegué al medio del pantano, estabas de espaldas, en la bruma donde te perdí y te encontré para siempre esa tarde, en la noche. Estabas de cuclillas. No vi tu rostro, no vi tu enfermedad. Te toqué el hombro, te asustaste, me hiciste beber el bronce que habías fundido. Estás en el campo, es verano, el sol se oculta, tenés ocho años, llevás un vestidito celeste. - Tú, bailarín imbécil, tu único don es el del ahogado - decías burlona y yo daba brazadas a mi amor que es un abismo. Las muertas se arrastraban hacia mi. Estaba atado a un árbol, estaba desnudo, la soga me quemaba, mi sudor era ácido, me irritaba la piel. Ellas se tiraban de los pelos, se enterraban las uñas en los ojos como si fuesen natillas y reían de agonía, luego extendían hacia mi sus manos babosas y suplicantes por contar, contar y contarme. Yo decía sí, después no, después si, y ya no sé cuando fue, fue en febrero, que recibí tu carta manchada de sangre, en letras confusas y minúsculas, y me paralizó por primera vez desde hace mucho tiempo el miedo.
Escribías sobre el demonio que asoma un cuerno por el ojo de la máscara. Viste la máscara en el dormitorio y en la comisura se arrastraba una especie de cienpiés asqueroso que se te cayó encima. Quedaste atrapada como esas vírgenes, esas santas, encerradas detrás de las rejas de una cofradía, te quedaste en las paredes, y ya no querías recibir mas ni las flores ni las gracias ni los perdones. Todo te daba asco, deseabas morir asfixiada en tu náusea siendo no más que un animal.
Justo entonces, un espacio se abría en tu carta, en tu escritura compulsiva aparecía el dibujo del órgano de un corazón descuartizado. Ví las manchas de sangre en las paredes de tu habitación, paredes blancas. Recordé, pensé, para montarme a la fiebre de mi delirio alado no hacía falta mas que las palabras que me enviaste hace siete dias, es excesivamente triste, dolorosa, y alegre la fiebre que de mi se apodera. ¿Sabías que ciertos alcoholes sirven para ablandar el cuerpo?, ciertos brebajes, la caña, el ron..., te van haciendo mas blandita, es más sencillo que el miedo se convierta en algo más que el revés siniestro de la perversión sin nombre, se descubre, a cada paso, un abismo muy peligroso, mas entrañable que la propia oscuridad.
Cuando fui a buscarte nadie recordaba tu nombre. Como si jamás hubieses sido, nada tuyo en este mundo había, ni tus libros, ni tus sábanas, ni tus fotos, ni tus estampitas, nada, salvo la carta que me enviaste.
Pasa el tiempo. Cada día mi memoria se torna mas monstruosa e informe. A la imagen de tu sonrisa se le multiplicaron los dientes. A los meses de haber desaparecido, tu rostro se deformó tanto que ya no puedo decir si alguna vez lo he conocido. El dia que viste mi sombra, fue la llama incolora que salío de tu ombligo lo que la hirió sin nombre. Estabas agachada, juntabas fardo para las ovejas y sin querer tocaste la ortiga, llorabas, corriste a buscar a tu madre que te empujó. Arde, arde, siempre lo más bello arde. Decime, ¿por qué construías un muro de mariposas muertas entonces, cuando tenías ocho años y estabas de cuclillas?, decime, ¿qué había más allá de esa línea de alitas quebradas y patitas, que eran la mezquita donde te arodillabas a cantar rezos en idiomas desconocidos?, y si no cruzabas aquella línea, ¿era por falta de atrevimiento o por rigor a tu fabricada disciplina? ¿Sería, acaso, por un rencor ancestral a las buenas costumbres, o, lo que es lo mismo, por perversidad?
Respondí a tu llamado, las velas se agitaban, una mano en el aire
quería desgarrar el humo que escribía tu nombre. Fui al parque a ver
si aparecías, esperé a la tierra húmeda, a la noche clara. Me propuse
rasgar el firmamento, pero entonces fui interceptado por un espectro.
Llevaba un vestido de seda con bordeados en los bordes, no tenía boca,
su lengua era un llanto, me dijo
- Ya es tarde, ella ha desaparecido de la tierra, hizo un pacto con un
Insecto, le dió su secreto mas profundo y él su existencia devoró.
Empecé gritar, frontándome los oídos, grité tan fuerte que me rompí un
vaso sanguíneo. Mi fiebre aumentaba, grité mas para romperme el
izquierdo, deseaba lograr otro desequilibrio.
Seguí andando, con las manos llenas de sangre subí el monte, me agarraba del pasto, se enterraban en mis palmas los abrojos. Y cuando llegué a lo alto estabas tan quieta, estabas de espaldas, de cuclillas, apilando escarabajos. Y no quedaba en vos ni un rastro del espanto ni del asombro.
Te habías quedado muda, refugiada en una cabaña arriba en el monte.
Estabas muda si, me dijiste que no hablabas porque la lengua se te
había derretido, alcancé a escuchar alguna palabra
- La cabaña tiene sombras, dijiste
Nos acariciaban los tobillos. Las escuchábamos hablar y arrastrarse
toda la noche y el dia. Me dictaban historias, algunas terribles y
divertidas, otras eran unas pesadillas tan siniestas que me rascaba
como una bestia durante días para arrancar de mi piel el dolor que
impregnaban, y tres días gritaba y me retorcía, sin comer, sin sudar,
orinándome encima hasta que te despertabas un poco del sueño y me
tirabas sal y agua de ajo para ahuyentarlas.
El resto del tiempo
dibujabas paisajes y te los comías.
Canto sexto.
Quiero ser también un corazón dice dice dice tacto respira y sin saber
sacude tu desasosiego, Doctor espasmo. El embrutecedor golpea con
metódico descuido los vicios antes de que llegue la hora justa. Tacto
respira y sin saber, dice que sopla las últimas palabras, y su
desasosiego
Amanecimos en la verde nada que se extendía infinitamente. suplicantes bailábamos sacudiendo nuestra alegría enferma, enfermamente amanecida en el infinito. Y el abierto sonreía su dolor, y la piel que había sido replegada, una vez mas acariciaba abierta en la verde nada.
Canto séptimo.
Corazón
Rítmico metamorfoseado en sombra; un haz de luz de polvo. Instinto
nuestro intestino salvaje. A fuerza de llorar: Sos mi bosque; y a
fuerza de decir por qué, cómo o cuando, exangüe: Tu mirada. Tan solo
un haz de luz de polvo. Ya no importa, Sí. Risa ríe ríe y dibuja,
caminito de seda, humedad, manchita, mariposa
El ángel de colmillos negros mastica un corazón de cerdo carbonizado y su mirada lasciva no me devuelve sed, mas una violenta atracción por el suicidio y por el ocaso de todas mis verdades. Deseo decididamente la desnudez como soberanía jamás realizada de mi llanto agónico. Turbado, hastiado, asqueado, imposibilitado en la ebriedad de mi ser sensible, arranco las uñas completamente de su carne y dejo que una brutal alegría me posea. Y ahora que todo sangra, me resulta todo divinamente hermoso, como si me hubiese sido revelado el conjuro para perforar por siempre heridas en los cielos, de suerte que a través de las grietas de mis pies, la luz solar me atraviese en el sentido inverso, y la bóveda sea avasallada por la densa oscuridad. Mas, dentro mio, y al reverso de mi piel, siempre estoy vomitando y copulando con mi náusea eterna, y no puedo sentir ya más que los rumores que me agitan, y alegrarme y agonizar con ellos.